7.2.07

LOS ALTOS COSTOS ECONÓMICOS DEL CAMBIO CLIMÁTICO GLOBAL

Para hacer una evaluación de la amenaza desde un ángulo rigurosamente económico, el gobierno británico encargó un estudio a Nicholas Stern, ex economista jefe del Banco Mundial. Sus conclusiones.
El objetivo de la política macroeconómica yace en la maximización del bienestar -léase crecimiento del PIB y el empleo-, bajo condiciones de equidad y sostenibilidad. Por supuesto que, con el fin de irradiar sus beneficios a la totalidad de la sociedad sobre cimientos durables, hay que contar con ciertos ingredientes indispensables, entre los que cabe mencionar dos: el logro de una inflación baja y estable; y una intervención suficiente y eficaz del Estado orientada a corregir aquellas fallas de mercado que impidan que el interés general -de hoy y de mañana se imponga sobre el de unos pocos grupos de individuos, corporaciones o regiones.
A partir de la segunda mitad del s. XIX, con el inicio de la industrialización de los países que a la postre llegaron a ser los más ricos, comenzó a desarrollarse el germen de la más grande falla de mercado que jamás se haya experimentado. Se trata del cambio climático, provocado por la concentración de los denominados gases de efecto invernadero en la atmósfera, en especial dióxido de carbono. El incremento de la temperatura resulta de la variación de su composición por el aumento de aquellos.
Entre los consecuentes daños que ya empiezan a aparecer, cabe señalar el aumento en el nivel del mar a medida que se disuelven los casquetes polares y los glaciares, que son el más importante reservorio de agua dulce; la desaparición de ecosistemas y la pérdida de biodiversidad, o sea la fuente de las 'ciencias de la vida' en lo que toca a alimentación y salud; la desertización y la caída de los niveles freáticos de los suelos; modificaciones bruscas en los patrones regionales del clima que alteran el volumen y distribución de las lluvias, como en el caso de los 'monzones' en el sureste asiático, el fenómeno del niño y los traumatismos ambientales de la Amazonia, y la posibilidad de que sobrevengan nuevas hambrunas y pandemias, y de que muchas bacterias, virus y enfermedades tropicales, como la malaria, se extiendan hacia las áreas templadas al encontrar allí condiciones adecuadas para su desarrollo.
Semejantes amenazas, como en general sucede con los desastres de la naturaleza, recaen predominantemente sobre las comunidades más pobres, a pesar de su muy reducida contribución a las causas del cambio climático. Por ejemplo, el derretimiento de los glaciares de montaña al mermar la disponibilidad y el acceso al agua, podría afectar a una sexta parte de la población mundial, localizada principalmente en la India, algunas partes de China y la región andina. La declinación de la productividad de la agricultura golpearía con mayor severidad al África. Y la elevación del nivel del mar arremetería contra una buena porción de las poblaciones de las costas de Bangladesh y Vietnam en el sureste asiático, pequeñas islas del Caribe y el Pacífico y segmentos de grandes ciudades como Tokio, Nueva York, Londres y Cairo, y en Colombia, contra San Andrés y Providencia, y todos los centros urbanos situados a orillas de ambos océanos. Se estima que a mediados del siglo, de continuar la inercia en esta materia, 200 millones de seres podrían convertirse en desplazados permanentes de sus lugares de origen.
Adicionalmente, las regiones más pobres del globo tienen una ostensible desventaja geográfica, cual es la de contar con las máximas temperaturas y la mayor variabilidad en los regímenes de lluvias, lo que las hace más vulnerables que las zonas templadas al calentamiento. De otro lado, su pronunciada dependencia de la agricultura, que es el sector de la economía con el más alto grado de exposición y riesgo frente al clima, completa este desolador panorama.
En cuanto a países localizados en las más altas latitudes -por ejemplo, Canadá, Rusia y los escandinavos-, es posible que al principio el cambio climático les de beneficios como superiores productividades agrícolas, reducción del índice de mortalidad en el invierno, menores requerimientos de calefacción y hasta incrementos en las corrientes turísticas. Pero no hay que olvidar que esos territorios son los que están sufriendo las mayores alzas en las tasas de calentamiento, lo que hace más probable la ocurrencia de tormentas, huracanes, tifones, inundaciones, sequías y olas de calor.
El principal motivo de la generación de estos gases ha sido la proliferación incesante del uso de combustibles fósiles -petróleo, carbón y gas natural-, destinados a satisfacer los requerimientos energéticos del aparato productivo. Y, en segundo lugar, tala y quema de bosques naturales. Ello explica la correlación entre ingreso per cápita de cada país y emisiones, y que, por tanto, durante los últimos 150 años sólo Norteamérica y Europa hayan generado el 70 % de estas.
Con el fin de evaluar desde un ángulo rigurosamente económico el problema, sus implicaciones y costos en términos de la sostenibilidad del crecimiento, y sus posibles soluciones en el largo plazo, el Gobierno británico encargó a Nicholas Stern, anterior economista jefe del Banco Mundial, un estudio, el cual concluyó hace poco.
Según los modelos macroeconómicos empleados en el ejercicio, de seguir así las cosas, la pérdida de bienestar equivaldría a una baja del consumo per cápita global entre 5 y 20 por ciento cada año, dependiendo de las circunstancias de los distintos escenarios contemplados. Cualquier punto extremo o intermedio dentro de ese rango (el reporte señala que la estimación más probable se ubica en el segmento superior), significaría de todos modos una catástrofe económica aún más grave que la acaecida con ocasión de las dos últimas guerras mundiales y de la gran depresión de los 30. En contraste, los costos de las estrategias que en el estudio se recomienda adoptar llegarían apenas al 1 % del producto interno bruto global por año.
Se debe tener en cuenta que los resultados de lo que ahora emprendamos no comenzarían a sentirse antes de dos décadas, ya que en la cuestión ambiental suele existir un considerable retraso entre el momento en que se toman las medidas y aquel en el que sus efectos sobre la naturaleza se tornan tangibles. Precisamente por tal consideración, si no actuamos de inmediato la concentración de los gases de efecto invernadero en la atmósfera en el 2035 podría doblar a la que se observó a mediados del siglo XIX, cuando era de 280 partes por millón (pmm), en cuyo caso la temperatura promedio de la tierra se elevaría en dos grados centígrados, y en algún momento de la segunda parte de la actual centuria, en cinco. Más allá de estos horizontes de tiempo, estaríamos en un terreno jamás experimentado por la humanidad, ni todavía conocido por la ciencia, cuyas soluciones seguramente serían inviables o incosteables.
Guardadas proporciones, se trata de algo parecido a lo que igualmente suele ocurrir cada vez que el producto de un país se encuentra aumentando por encima de su potencial o capacidad instalada, jalonado por una expansión excesiva de la demanda agregada. En cuyo caso, con el fin de evitar que la economía se 'recaliente' y, como consecuencia, que la inflación se dispare, resulta preciso anticiparse a frenar la expansión monetaria, que le sirve de combustible a dicho proceso, mediante ajustes adecuados y oportunos en las tasas de interés. La diferencia es que mientras la anticipación en política monetaria debe ubicarse dentro de un rango de 18 a 36 meses, en lo ambiental habría que adoptarla con un número similar de unidades de tiempo, pero en términos de años y aun de lustros.
Una noticia alentadora es que los peores impactos podrían reducirse significativamente si comenzáramos a actuar ya, con la meta de que los niveles de concentración se estabilicen entre 450 y 550 pmm. El actual es de 430 y crece en 2 por año. O sea que las emisiones en 2050 tendrían que ser inferiores a las actuales en 25 %.
He aquí el más grande desafío de la historia contemporánea para la ciencia económica. ¿Cómo, mediante su intervención en el mercado global, por tratarse de un fenómeno así mismo global, las autoridades económicas deberían idearse los incentivos para corregir semejante perversión que está conduciendo su aparato productivo hacia el colapso?
El reto consiste en la creación de señales de mercado correctas, a través del sistema de precios, que propicien la transición de la economía mundial hacia modalidades productivas más limpias, con intensidad sustancialmente más baja en el uso de combustibles fósiles y, por ende, en emisiones de gases de efecto invernadero, hasta asegurar el mantenimiento en el futuro de la capacidad de la naturaleza para absorberlas sin perturbar el clima del planeta, persiguiendo simultáneamente un bienestar de la humanidad más equilibrado a través del tiempo y el espacio. En últimas se trata de garantizar, ni más ni menos, un crecimiento genuinamente sostenible y equitativo en el largo plazo, como es en esencia el propósito medular de la política macroeconómica.
Urge entonces conducir las emisiones de gases de efecto invernadero hacia un sendero de estabilización a través de una combinación de, al menos, las siguientes cinco vías:
· Frenando la demanda de bienes y servicios intensivos en las referidas emisiones.
· Aumentando la eficiencia energética en su producción.
· Combatiendo la deforestación.
· Multiplicando las siembras de árboles para la captura de carbono.
· Virando hacia tecnologías de baja intensidad en emisiones, principalmente en los sectores de generación de energía, calefacción y transporte.
Ahora bien, tanto las tecnologías apropiadas como los modelos normativos ya existen. Lo que se requiere son señales correctas de precios que incentiven su adopción y su cumplimiento. Por tanto, el primer paso tiene que ser la reestructuración de los sistemas tributarios mediante la eliminación de subsidios a los combustibles de origen fósil, y el establecimiento de impuestos a su consumo y a la deforestación, con el fin de que el mercado refleje la verdad ecológica y que en sus precios se incorporen los costos de las externalidades provenientes del desgaste ambiental.
De otra parte, la Convención de la ONU sobre Cambio Climático (Unfcc, su sigla en inglés) y el Sistema Europeo de Comercio de Emisiones (ETS, su sigla en inglés), cuya creación ha sido la más concreta respuesta al Protocolo de Kyoto y a su Mecanismo de Desarrollo Limpio (MDL), representan un esfuerzo pionero en igual dirección. Al amparo del ETS, la Comisión Europea les estableció a 13 mil empresas de cinco industrias con alto potencial contaminante, límites máximos de emisión de dióxido de carbono. Aquellas que se hallen por debajo de las cotas asignadas están autorizadas para venderles la diferencia a las que las superen. De lo contrario, estas estarán sujetas a una penalidad de 40 euros por tonelada de exceso, que será elevada a 100 euros en 2008. El vertiginoso crecimiento de dichas transacciones de certificados de reducción de emisiones, o créditos de carbono, como se les conoce en los mercados de capital, está siendo estimulado adicionalmente por la formación de bolsas de valores especializadas en el manejo de esos papeles, como las de Chicago y Ámsterdam.
Lo que falta es extender mecanismos como este al resto mundo, de manera que empresas y gobiernos de las naciones más endeudadas ambientalmente puedan emprender la adquisición de créditos de carbono en economías emergentes con fundamento en proyectos de reconversión tecnológica, reforestación y conservación, y así hacerse a su paz y salvo ecológico. Las instituciones financieras, así como las autoridades encargadas de las políticas macroeconómicas, incluyendo los bancos centrales, tienen un trascendental papel que jugar en la consolidación de este proceso.
Diario El Tiempo (Colombia) por: Carlos Gustavo Cano Sanz.
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